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Aparece en el escenario político el Coronel Peron 17 de octubre de 1945 *

Desaparecido Yrigoyen, poco tardó la impudicia oli­gárquica y la voracidad del capital extranjero en re­construir la malla de su tutelaje y de su expoliación. Fueron años de extenso sufrir para los patriotas, «n que las entregas y las renuncias se sucedían con mayor velocidad" que el transcurso, de los años.

Para consolidar sus posiciones, la oligarquía cedió al extranjero el ma­nejo de la moneda argentina y del crédito local, per­feccionó el monopolio extranjero de los transportes, prorrogó las concesiones eléctricas hasta el siglo ve­nidero, multiplicó las deudas públicas en conversiones de alto margen de utilidad y distribuyó los dineros pú­blicos entre los oligarcas endeudados. Las leyes de pro­tección al obrero fueron anuladas en la práctica por las interpretaciones de una justicia que jamás se ocupó de otra cosa que de defender y amparar los fueros del capitalismo como lo demuestra el historial mismo de los fallos de la Suprema Corte.

Fue una larga etapa de humillaciones que contó con la complicidad culpable del radicalismo, ocupado por los elementos oligárquicos del llamado Comité Na­cional, el primero de los cuales se llamó Marcelo T. de Alvear. El fue quien paralizó con falaces perspectivas todas las reacciones defensivas del pueblo y torció, des­vió o postergó los generosos impulsos del ejército espiritualmente sublevado por la indignación patriótica. He sido actor directo y conozco y alguna vez relataré, para enseñanza de los que vengan, los ardides de que se valieron los oligarcas del Comité Nacional para im­pedir el estallido de la rebelión nacional.

Ya todo parecía perdido y aniquilado, cuando aquel 4 de junio de 1943 abrió un horizonte en aquella os­cura selva de traiciones y de intereses combinados. Fue aquél un hecho sorpresivo y sin antecedentes públicos y por eso el país lo miró con reserva y quizá con des­confianza. Temía que se hubiera tramado una nueva trampa oligárquica.! Los hombres siguen a los hombres, no a las ideas. Las ideas sin encarnación corporal hu­mana son entelequias que pueden disciplinar a los fi­lósofos, pero no a los pueblos.| Y aquella revolución del 4 de junio estaba huérfana de conductor visible, hasta que el coronel Perón con una audacia rayana en la temeridad, inició al mismo tiempo que su obra de justicia social la formación de su personalidad, y en­tonces la oligarquía social y financiera, hasta ese mo­mento relativamente tranquila por la inclusión de algunos de sus miembros en el gabinete militar, comenzó a alarmarse y a conspirar.

Es increíble y hasta admirable el poder de persuaden y de ejecución de nuestra oligarquía. En el mes de octubre de 1945, el coronel Perón fue destituido y encarcelado. El país azorado se enteraba de que el asesor de la formación del nuevo gabinete era el doctor Federico Pinedo, personaje a quien no puede calificarse sino con la ignominia de su propio nombre. El Ministerio de Obras Públicas había sido ofrecido al ingeniero Atanasio Iturbe, director de los Ferrocarriles británicos, que optó por esconderse detrás de un personero. El Ministerio de Hacienda sería ocupado por el doctor Alberto Hueyo, gestor del Banco Central y presidente de la Cade, entidad financiera que tiene una capacidad de corrupción de muchos kilovatios.

La oligarquía vitalizada reflorecía en todos los resquicios de la vida argentina. Los judas disfrazados de caballeros asomaban sus fisonomías blanduzcas de hongos de antesala y extendían sus manos pringadas de avaricia y de falsía. Todo parecía perdido y terminado. Los hombres adictos al coronel Perón estaban presos o fugitivos. El pueblo permanecía quieto en una resignación sin brío, muy semejante a una agonía.

Con la resonancia de un anatema sacudía mi memoria el recurso de las frases con que hace muchos años nos estigmatizó al escritor Kasimir Edschmidt. "Nada es durable en este continente, había escrito. Cuando tienen dictaduras, quieren democracias. Cuando tienen democracia, buscan dictaduras. Los pueblos trabajan para imponerse un orden, articularse, organizarse y configurarse, pero, en definitiva, vuelven a combatir. No pueden soportar a nadie sobre ellos. Si hubieran tenido un Cristo o un Napoleón, lo hubieran aniquilado.

Pasaban los días y la inacción aletargada y sin sobresaltos parecía justificar a los escépticos de siempre. El desaliento húmedo y rastrero caía sobre nosotros como un ahogo de pesadilla. Los incrédulos se jactaban de su acierto. Ellos habían dicho que la política de apoyo al humilde estaba destinada al fracaso, porque nuestro pueblo era de suyo cicatero, desagradecido y rutinario. La inconmovible confianza en las fuerzas espirituales del pueblo de mi tierra que me había sostenido en todo el transcurso de mi vida, se disgregaba ante el rudo empellón de la realidad.
"Pensaba con honda tristeza en esas cosas en esa tarde del 17 de octubre de 1945. El sol caía a plomo cuando las primeras columnas de obreros comenzaron a llegar. Venían con su traje de fajina, porque acudían directamente de sus fábricas y talleres. No era esa muchedumbre un poco envarada que los domingos invade los parques de diversiones con hábito de burgués barato. Frente a mis ojos desfilaban rostros atezados, brazos membrudos, torsos fornidos, con las greñas al aire y las vestiduras escasas cubiertas de pingües, de restos de breas, grasas y aceites. Llegaban cantando y vociferando, unidos en la impetración de un solo nombre: Perón. Era la muchedumbre más heteróclita que la imaginación puede concebir.

Los rastros de sus orígenes se traslucían en sus fisonomías. El descendiente de meridionales europeos, iba junto al rubio de trazos nórdicos y el trigueño de pelo duro en que la sangre de un indio lejano sobrevivía aún. El río cuando crece bajo el empuje del sudeste disgrega su enorme masa de agua en finos hilos fluidos que van cubriendo los bajidos y cilancos con meandros improvisados sobre la arena en una acción tan minúscula que es ridícula y desdeñable para el no avezado que ignora que es el anticipo de la inundación. Así avanzaba aquella muchedumbre en hilos de entusiasmos que arribaban por la Avenida de Mayo, por Balcarce, por la Diagonal.

Un pujante palpitar sacudía la entraña de la ciudad. Un hálito áspero crecía en densas vaharadas, mientras las multitudes continuaban llegando. Venían de las usinas de Puerto Nuevo, de los talleres de la Chacarita y Villa Crespo, de las manufacturas de San Martín y Vicente López, de las fundiciones y acerías del Riachuelo, de las hilanderías de Barracas. Brotaban de los pantanos de Gerli y Avellaneda o descendían de las Lomas de Zamora. Hermanados en el mismo grito y en la misma fe iban el peón de campo de Cañuelas y el tornero de precisión, el fundidor mecánico de automóviles, la hilandera y el peón. Era el subsuelo de la patria sublevado. Era el cimiento básico de la Nación que asomaba, como asoman las épocas pretéritas de la tierra en la conmoción del terremoto. Era el substrato de nueva idiosincrasia y de nuestras posibilidades colectivas allí presente en su primordialidad sin reatos y sin disimulos. Era el de nadie y el sin nada en una multiplicidad casi infinita de gamas y matices humanos, aglutinados por el mismo estremecimiento y el mismo impulso, sostenidos por una misma verdad que una sola palabra traducía: Perón.

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