Para Doña Ana, y para todos los compañeros...
Para Doña Ana, solo existen dos cosas: la familia, y el peronismo.
Ella, se arriesgó, a no descolgar el cuado de Evita del comedor de su humilde casa, y en un rito pagano, la consagró Santa.
Su ofrenda: un ramito de olivo, renovado cada año, en jueves santo, colocado cuidadosamente en una esquina de la imagen.
Ofreció un hijo a la causa, y la sombra de ese dolor, nunca va a dejar su mirada.
Pero no habla “del gordo”. Tal vez, nunca esté preparada para hacerlo.
Me recibe, con su mirada maternal, esa sonrisa que le conocemos, y el mate, infaltable cómplice de la charla.
Se remonta a aquellos años. Su primer recuerdo, es la radio anunciando que Evita, había pasado a la inmortalidad.
Ella, recuerda, qué se le heló la sangre.
A veces, me parece que algo de ese frío, le quedó en los huesos.
“Nunca había visto a mi papá llorar”, cuenta, y ese llanto de ayer, se hizo hoy, en sus ojos.
¡Murió Evita! (Hay dolores que no se explican, solo se sienten)
¡Murió Evita!
Los humildes, se quedaban guachos. Sus grasitas, sin su presencia protectora, sus únicos privilegiados, sin el regazo maternal.
¡Murió Evita!
Lloraba el pueblo, y acompañaba el cielo…
Ana dice que el cielo lloró ese día, y lloró, también, cuándo el General se fue. Y yo le creo, porque sus ojos inundados, no mienten.
Tampoco miente el silencio tenso, y el pulso tembloroso que intenta que el mate no deje de circular.
Entonces, como escapándole a la herida, toma aire, y me cuenta:
“Cuándo cayó Perón, nosotros, pensábamos que volvería pronto. Pero pasaba el tiempo, y la cosa se ponía cada vez más pesada.
Nos habían prohibido nombrar al General, y muchas caretas se cayeron.
A muchos, los venció el miedo. Y se escondieron, como ratas.
Quemaron todo lo que los unía al peronismo, y afirmaban, con falso orgullo, que “nunca se habían metido en política”
Había que mantener alerta a la gente, entonces, con algunas vecinas, planeamos una estrategia: ¿Cómo hacer para hablar del tema?
Yo, estaba bien identificada con el peronismo, te imaginás, mi papá, delegado del gremio... y mamá, escribía cartas para la fundación…
Pero otras, no.
Entonces, cuando íbamos a hacer los mandados, fingíamos pelearnos.
Yo, defendía a Perón, y alguna compañera, fingía atacarlo.
Lo hacíamos en la verdulería, la carnicería, la despensa…
Y siempre, en los horarios en los que había mucha gente.
Así, conseguíamos que aparecieran voces a favor, y en contra.
Después, nos íbamos. Tratábamos de ir sumando, a los que defendían al General, y, en improvisadas reuniones, a veces en la calle, y a las corridas, nos distribuíamos los roles, y los negocios.
Lo importante, no era el precio del pan, o el litro de leche, aunque escaseara “el mango”. Nuestro objetivo, era que se hablara de Perón”
No sé, si fue Doña Ana, entre tantas, la que logró espantar al olvido.
Pero me gusta pensar que si.
A veces, llora. Y ese día, en que la radio le avisaba que Evita ya no estaba, vuelve a dejarle frío en la espalda.
O recuerda al “gordo”, besando su frente esa noche, como si supiera, que no iba a volver nunca.
A veces, mira el cuadro largo rato, y lo que le dice, es secreto de confesión.
Pero Doña Ana, casi nunca está triste. Ella, lleva la música por dentro, y sonríe.
Y es que ella sabe, que somos alegría, y, también sabe, que es esa alegría, la que no nos perdonan…
Entonces, casi como una provocación, ella, ríe.
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