
Crónica de la Antártida: Petrel, la tierra que somos y que nos habita
Tanto la filosofía como la historiografía liberal circunscribieron lo argentino a una porción territorial acotada, fragmentada y distorsionada. Desubicar lo propio fue una constante de esta corriente ideológica. El objetivo: acotar toda conciencia nacional a una mirada importada, subordinada a las grandes urbes comerciales europeas, donde el dogma contra natura del régimen materialista funciona como un yunque y desmoviliza toda posibilidad de arraigo.
Destruir la conciencia nacional implica cegar a la población al mismo tiempo que se la aprisiona en una cueva sin aire y sin luz. Las ciudades se yerguen sobre el espíritu humano como sinónimo de progreso y no como síntoma de la descomposición de la comunidad. El objetivo político es la conquista del territorio, sí, pero también de la subjetividad. Gran parte de la Argentina creció mirando para afuera, una impronta que signa el destino dramático de las representaciones simbólicas en el derrotero de la discusión política como sintagma cultural del abandono de la conciencia del sí mismo, del nosotros.
Sin embargo, esas fuerzas políticas no pueden tender sus tentáculos sobre la real extensión territorial. El eclipse es parcial, aunque sustantivo. La Argentina pensada desde la mera extensión pampeana parece finita. Ahora bien, esa llanura se prolonga en el mar, y esas aguas nos llevan a tierras que, para la densidad poblacional distraída con discusiones secundarias, resultan tan extrañas como distantes e inexpugnables. No se trata de parcelas de tierra olvidadas o de aguas estancadas en el recodo de la memoria. Son las fisonomías que nos reconocen en el tiempo y en la memoria.
¿Hasta dónde llega el horizonte?
Más allá de la línea imaginaria que trenza nuestro presente con la historia, el mar y la tierra se fusionan para no perecer. El territorio tiene su propio lenguaje, su propia idiosincrasia y reclama para sí la argentinidad que las narraciones maleducadas pretenden arrebatarle. Esa tierra y ese mar tienen vida.
Eso es lo que, desde su experiencia, retrató el escritor Juan Terranova cuando puso en circulación lo que dio por llamar una película antártica. Petrel no solo habla sobre su estadía en la Base Antártica Conjunta, sino que también refleja la profundidad de vida de un territorio que les es esquivo a la conciencia nacional como parte de su existencia.
Lo impactante de las primeras imágenes tiene relación con los sonidos que hacen al reconocimiento del situarse. El viento aúlla, pero no amenaza: es su canto de bienvenida. Al mismo tiempo, el hielo y la nieve se funden en una orquestación natural que da el tono preciso al extenso declive blanco que remite a la inmensidad. La cámara de Terranova no funciona como un ojo curioso: es él tratando de entender ese mundo que, a priori, parece hasta alienígena.
No hay lugar para la candidez del hombre de ciudad descubriendo el nexo snob entre la humanidad y la naturaleza. Lo que se observa es la fuerza determinante del territorio abriéndose camino en la historia y un individuo que se abre paso entre el denso hielo para reencontrarse con el destino argentino, ese que está reflejado en la inmensidad natural de un ámbito en disputa: la grandeza.
Antártida y Malvinas van de la mano. Eso, que en el film parece imperceptible, está evidenciado en el flanco radiante que se muestra en el flamear de la bandera argentina casi en el fin del mundo. Claro, ahí está la perspectiva, porque, en realidad, eso que se presenta como último bien puede no serlo. Para quienes habitan la base e incluso para Terranova, ese punto en el mapa, en apariencia hostil e inexplorable, es, antes que nada, el principio.
Pasos sobre la nieve
En Petrel, apenas si hay palabras. No hacen falta. Sin embargo, el pensamiento se desliza sobre todo el documental. Incluso nos obliga a pensarnos en términos existenciales. El contraste se aúna a esa manera de comprender lo propio sin distorsionar los elementos que hacen a la composición del ambiente: el hombre con las máquinas adaptándose, la naturaleza poniendo límites, lo bello y lo rudimentario en una perfecta danza de efectos sociales y culturales.
Lo novedoso es que no se presenta la Antártida como algo a descubrir. Tampoco hay necesidad de hacer una historia sobre lo preexistente. Lo que está ahí es lo que se aprehende. Incluso el silencio. La geografía muta permanentemente. El cielo, por momentos, parece pintado por un impresionista y, en otros, solo refleja la violencia de la naturaleza. En cierta forma, eso se emparenta con la política pasada y presente del país.
En un momento del film, Terranova alude a Herzog y juega con la idea de que esas imágenes sean captadas por el director alemán. En tanto, la construcción narrativa de la película se asienta en la vivacidad del crudo. La Antártida no es un sitio cómodo, mucho menos prolijo. Así que el documental transmite eso. Sin quererlo, quizá, lo que logra Juan es remitirnos a la teatralidad propia de Favio, solo que no hay actores. La representación está dada por el propio paisaje y por los habitantes de la base, que hacen a la Patria Blanca.
Lo simbólico y lo concreto se sitúan lejos de las relaciones de parentesco. No es un juego de mímesis, son apenas pasos en la nieve que reflejan lo fuerte que es el mensaje de lo propio cuando se lo interpreta desde el fanatismo por lo nacional. Petrel está filmado con corazón, con las tripas y con la cabeza. Esa es la experiencia: ver sin alterar, pero sentir de manera consciente. Por eso, Terranova no elude el hecho de dejar marcas. Sus huellas están ahí, junto al paisaje, al lado y dentro de la base. No hay posibilidad de ocultar nada.
“La idea de que hay un carácter colectivo que se presenta como comunidad con la naturaleza es, por otra parte, una de las ancestrales ideas de la humanidad sobre las imágenes encadenadas que prologan el mundo natural en la conciencia animada y la conciencia borrascosa en la naturaleza excitada”, escribió Horacio González en Restos pampeanos. Este párrafo parece omitir que todo hecho cultural es un acto político. Al menos, es lo que confirma Terranova en su documental.
Sobre el filo del mundo
Las palabras de la historia retumban en el documental con su omnipresencia elocuente. La Antártida es un territorio en disputa donde los esbirros coloniales pretenden alzarse con sus recursos. Por ahora, esa discusión parece dispararse hacia el futuro. Sin embargo, la proximidad del territorio ocupado enciende el llamado de alerta en aquellos que saben de qué se trata todo esto.
¿Qué hay detrás del horizonte? Más Argentina, solo que no lo sabemos. Nuestra agenda suele girar sobre dos cuadras a la redonda. Por eso, la experiencia de Terranova nos pone en situación, nos da perspectiva de lo que somos y de cuánto ignoramos sobre ello. Si eso no es suficiente, lo que nos muestra el documental adquiere significado al tornarse significante, porque la territorialidad nos define. La Patria no se extingue en una parcela de noticias manipuladas.
Petrel nos interroga desde el corazón mismo de ese Ser Nacional que se yergue sobre las imperfecciones del hielo. A veces, los interrogantes duelen porque nos adentran en un lugar al que tememos—más por ignorancia que por razón—, sobre todo porque nos va a revelar aquello que dimos por verdad. Frente a la inmensidad de la Antártida, de Malvinas, de Argentina: quiénes somos, qué somos. Terranova lo responde con simpleza: somos argentinos en Argentina, es todo y es suficiente.
Malvinas está en carne viva todavía y, en la Antártida, eso parece sentirse en profundidad. Es la tierra que llama a través del mar a hacer justicia histórica como acto de fe. Los combatientes creyeron en nosotros y todavía creen. Por eso, el impacto de ver por estos días Petrel es aún más penetrante, más vívido.
Desde la centralidad urbana, ciertos procesos se viven como un drama sin solución de continuidad. Estar y ser ahí refutan, en términos ontológicos y políticos, ese nihilismo ideológico que entumece el pensamiento. Es fácil dejarse llevar por la pesadez de las ideas. Es más fácil cargar con el yunque que pensar cómo librarse de él.
Terranova nos confirma que tanto la Antártida como Malvinas son una realidad nacional, aunque la urgencia del aquí y ahora se empeñe en denostar esas presencias. Claro está que persiste la intencionalidad política de ceder esa capacidad cognitiva en manos del enemigo para centralizar el poder en las urbes domesticadas y coloniales. Pero la Antártida, como la Argentina misma, resulta indomable como esquiva a los designios de la desintegración.
Petrel nos recuerda que no podemos simplemente despreocuparnos de lo que somos, de eso que nos da vida, nos distingue y nos identifica. Así como Malvinas, la Antártida nos grita una y otra vez que la Patria no se extingue ni se exhuma en un relato. Ella somos nosotros, en nuestra tierra, en nuestros mares y en su lenguaje.
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