Lo que no entendemos* (Revista Zoom)
Muchos porteños no entendemos cómo Mauricio Macri pudo alcanzar el 47 por ciento de los votos en primera vuelta. Lo primero que hay que admitir, indispensable: el problema es nuestro, no de los porteños que lo votaron.
Tampoco entendimos en 2007. Hoy, estamos peor. El PRO obtuvo dos puntos más que los que logró hace cuatro años, cuando aun no tenía encima el desgaste de una gestión deficitaria y todavía era, para muchos, una promesa de eficiencia.
Lo que no entendemos, y parecería ser el punto principal, es qué piensan y por qué votan como votan los ciudadanos de la ciudad. La joda es que para hacer política, hay que entender al otro, nunca descalificarlo. Para hacer política, hay que tratar de comprender la complejidad del electorado en el que uno pretende captar adhesiones. En eso, estamos para atrás.
A los que putean porque la Capital es un territorio de garcas y gorilas derechosos, es oportuno recordarles que Cristina tiene entre los porteños un 50% de intención de voto para octubre.
Lo que no entendemos es que hay que pensar todo de nuevo.
Macri ya no es una sorpresa o un globo de ensayo. El PRO ganó 5 de las 6 elecciones capitalinas en los últimos 8 años. En 4 de ellas, alcanzó o superó el 45%. Y gana en todos lados, en todas las comunas. Estará procesado, se tragará el bigote y será un xenófobo que le corta el gas a los internados del Borda, pero gana por paliza. No será subestimándolo que se lo podrá vencer. La pequeñez del enemigo agranda tu derrota, pequeño saltamontes.
Macri no es Cavallo. No es un dirigente liberal de derecha que interpela desde ahí. Es una suerte de pastor mediático cuya religión es el éxito. Ecuménico y resbaladizo. Pero nosotros seguimos confrontándolo como si fuera Cavallo. Para los pibes que debutaron ayer en las urnas, el menemismo es una cosa que terminó cuando ellos empezaban la primaria. Los que atrasamos, somos nosotros.
Ejemplo. No se puede seguir insistiendo con la misma matriz de campaña del balotaje de 2003, cuando Ibarra le ganó a Macri. Pasaron 8 años. El enemigo cambió. El país cambió. El electorado también. No alcanza con las solicitadas llenas de firmas de cantantes y artistas. Ya no causan efecto los spots con las fatigadas caras “del arte y la cultura”. No les pidamos prestada una vez más a los artistas la legitimidad que no nos dio la política.
Nunca menos
El progresismo ya fue, hace mucho. Desde la misma noche que Cromañón dejó casi 200 pibes muertos. Ya no existe como horizonte en la cabeza de los porteños. No es un continente con ambiciones de mayoría. Hay que cambiar el paradigma de construcción política. Estructurando la estrategia electoral con el viejo mapa de progres versus Macri, no hay modo de crecer. Cuatro puntos más en 4 años no son para festejar. Como dijo alguien ayer con aguda ironía en Twitter, “vamos bien, en 16 años a Macri le rompemos el orto”.
Los equipos grandes no festejan los empates, y menos las derrotas. Pretender disfrazar una goleada en contra haciendo foco en la cantidad de corners conseguidos es menospreciar un poco a la tribuna. Claro: dar buenas noticias es fácil. Cualquier boludo anuncia un aumento de sueldo. El problema es que la autoridad (en política como en la vida) se construye dando buenas noticias pero, sobre todo, comunicando las malas. El que apechuga y te desayuna de que viene de bajón, y te contiene y te acompaña en el trance, ese conduce. El que halaga la corona para no mentar al muerto, está fregado. El exitismo de los derrotados no es una estrategia: es una tara.
En una elección, a uno le puede tocar jugar con mejores o peores candidatos. Con más o menos recursos. Con una campaña organizada o enquilombada. Con climas y contextos políticos más o menos favorables. El análisis coyuntural al respecto de estos temas se irá procesando seguramente en estos días y semanas. Lo que nos parece central subrayar es que en cualquier elección y más allá de las contingencias, lo que no puede suceder en una fuerza política con vocación de mayoría es caer en una ritualización de la acción política que vuelva estéril la militancia. No sirve (ni vale) ir a cazar al zoológico. Vale ver 678, escuchar AM 750 y leer Tiempo Argentino si hace falta tener data, buscar letra o levantar el ánimo. Pero ese ánimo tiene que enfocarse en el intento de penetrar el techo propio. Nunca para cimentar nuestra complacencia. Aunque los medios concentrados estén en contra y protejan las barbaridades de Macri. Aunque haya que remar en el dulce de leche. Ese es nuestro desafío. Como colectivo y como individuos. Hay que leer y bucear en Clarín y La Nación. Hay que tragarse a Bonelli y a Magdalena. Hay que tratar de entender y discutirle al vecino que quiere amurallar el palier. No hay otra. Buscapina y garra. Cachamay y corazón. Al enemigo hay que sentirle el olor, bien de cerca, para adivinar sus próximos pasos. De lejos, no lo entendés y te vacuna. La pasión, el compromiso y el fervor militantes exhibidos por miles de compañeros en estos meses es el piso virtuoso desde el cual podemos arrancar una nueva etapa.
Un largo viaje
Como los vendedores ambulantes del transporte público, a veces nos toca tratar de vender productos atractivos. Otras veces, clavos difíciles de digerir. Regla de oro: ningún vendedor bardea al pasaje de un colectivo porque no le compra nada. Agradece, agacha la cabeza, y se baja para esperar el bondi que viene atrás. Los más vivos, cuando van hasta el fondo y tienen a casi todos los pasajeros de espalda, tiran un “¿alguien más quiere comprar?”, para ver si pica algún desprevenido de los de adelante que no se animó de movida. Pero ojo, ese vendedor no cree su propio truco. No piensa que de tanto decirlo, vendió más. Sabe que la verdad no está en las cosas que dijo para seducir, sino en la cantidad de monedas que logró juntar.
Lo que no entendemos es que la ciudad de Buenos Aires es como un enorme bondi. Nadie quiere que le vendan nada. Y cuando lo intentamos, la mayoría de la gente mira por la ventanilla o manda mensajitos con el celular.
Autocrítica, humildad, creatividad, laburo y militancia. En política, siempre hay alguien más a quien sumar. Y, al final del día, lo que cuentan no son las palabras. Son los votos.
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