Ellos, los Neonazis
El pasado año, un gremialista forjado en lo que todavía queda del molde de un sindicalismo peronista doctrinariamente ortodoxo movió el avispero de la matrix mediática, política y cultural al proclamar vos en jarro, y seguramente con un tono aguardentoso, que cierto sindicalismo alternativo representaba una especie de zurda loca.
El bestiario anestesiado en el sopor de lo políticamente correcto se vio de golpe sacudido de un tirón y arrojado de esa siesta de pachorra intelectual custodiada por lo medios de comunicación masiva, las cátedras universitarias, los estrados judiciales y financiada desde los sectores patronales y de “filantrópicas” ongs del dinero.
Alaridos gimientes de cólera, erupciones epidérmicas de pus, dilataciones de pupilas enrojecidas y retorcijones espasmódicamente acompasados generó aquella singular frase en todo el arco bien pensante, a diestra y siniestra, demostrando que inocentes expresiones de ese tipo sólo pueden ser dichas en la sobremesa del hogar, en una parroquiana conversación de café o en un fugaz diálogo con el taxista de ocasión, pero nunca recomendable para ser proferida en un reportaje radial, en una disertación universitaria o en una gacetilla del Frente para la Victoria (o del PRO, que para el caso, lo mismo da).
No es nuestra intención analizar si esa frase respondía a una postura de fidelidad doctrinaria o meramente a una cuestión de posicionamiento táctico dentro de las internas sindicales y/o políticas de coyuntura, sino la imposibilidad que exista una mínima desviación del estrecho limbo de palabras que genera ese encorsetamiento mental de la corrección política, sin correr el riesgo de ser encuadrado en la “figura penal” de la cuadragésima cuarta zoncera jauretcheana del nipo-nazi-fasci-falanjo-peronismo.
Genera tirria que la fresca expresión del verborrágico metalúrgico haya sido calificada de retrógrada, intolerante e incluso de ¡¡¡setentista!!!!, en un país donde el gran piantavotos santacruceño se vanagloria de volver a la plaza de la que (suponemos) fue expulsado, dónde un obituario joseantoniano es analizado por lupa desde un calenturiento Consejo de la Magistratura y donde no falta mucho para que un gris y mediocre odontólogo oriundo de San Andrés de Giles sea proclamado Padre de la Patria ( y “tío” de un retoño de adolescentes otoñales que ya peinan canas).
Antonio Caponnetto, escritor nacionalista cuya sola mención genera las viscerales reacciones arriba descriptas en todos aquellos frecuentadores de los pasillos del pensamiento único (incluso en la versión “nacional y popular” del jauretcheanismo de café y el scalabrinismo de salón), supo describir el uso de palabras-talismán como estrategia de la comunicación política:
“… consiste la táctica en denotar y en connotar negativamente a una palabra, para aplicarla después, indiscriminada y desaprensivamente a todo aquello que se quiere descalificar. Con sentido inverso pero igual criterio, si se carga y se recarga a determinado vocablo de significaciones positivas, su adjudicación bastará para ponderar a las personas o a los hechos que han sido sus destinatarios. No se requerirá entonces ni del uso de la razón, ni de la demostración ni del análisis. En la guerra semántica, el que posee el manejo y la adjudicación de las palabras-talismán, es dueño de la honra y de la fama de sus adversarios. Y como casi nunca se lanzan solas sobre la conciencia de la población, sino en binomios que garanticen su contraste, el enriedo dialéctico queda asegurado….” [i]
Esta descripción, que en rigor estaba destinada a analizar la caracterizada acusación de nazi que padecía el nacionalismo argentino a mediados del siglo XX, estaban siempre acompañados de los infaltables binomios de connotaciones positivo-negativo (nazi-democrático; reaccionario-progresista, derecha-izquierda). En esa guerra dialéctica entre “democráticos” y “totalitarios”, los nacionalistas, los católicos o los revisionistas universitarios “Flor de Ceibo” de la época de Perón llevaban siempre las de perder.
Pero como en la Argentina todo se degrada con una aceleración exponencial, era lógico que el derrumbe también se llevara puesto al lenguaje en general y a las argumentaciones políticas en particular.
Las connotaciones de ciertas palabras fueron cambiando tanto que los sentidos se modifican por el solo capricho ideológico o prurito estético del emisor y ya no sirven para aclarar el panorama de las discusiones sino más bien para enredarlas y enlodarlas en esa fraseología hueca y prensera a la que se redujo el lenguaje político cuando no se cae en los presuntuosos tecnicismos del cientificismo social.
Vale decir, si bien en política siempre existe una manifiesta intencionalidad en el uso de cada palabra y su connotación depende de la forma en que se utilice, cierto es que existían consensos tácitos en las significaciones de expresiones como “nacional y popular”, “democrático”, “nacionalista”, “socialista”, “progresista”, (o sus denotaciones peyorativas “populistas”, “demagogos”, “piantavotos”, “chupacirios”, “cipayos”).
Pero como la victoria del progresismo fue tan apabullante en la imposición de su lógica semántica en la superestructuras de creación de contenidos (para decirlo en términos de posmarxismo universitario), todo vocablo identificable con ideas reaccionarias tienen de por sí connotación negativa, y a la inversa ocurre con las palabras pertenecientes a las consignas izquierdistas. Incluso el progresismo se ha arrogado la utilización de vocablos propios de otros pensamientos, así la expresión “gorila” no necesariamente implica denostar el ideario popular que se supo generar alrededor Juan Domingo Perón y de su movimiento político, sino que ahora también está reservado para los que despotrican (mos) contra gobiernos con ministros de economía surgidos de la escuela de Chicago y ministros de educación neopedagogos mentalmente embalsamados en las fracasadas recomendaciones de la UNESCO.
Incluso resulta ser que ahora, gracias a esa volatibilidad de las connotaciones y los sentidos de las palabras a las que hacíamos referencia, pareciera que en la Argentina nazis, derechistas y reaccionarios somos todos, ya que se está implantando entre los personajes de la politiquería vernácula y de los infaltables intelectuales orgánicos de la nada que los acompañan una curiosa forma genérica de denigrar al eventual adversario (mañana eventual aliado), mediante la indiscriminada acusación de “nazi”, “golpista”, “autoritario” o “reaccionario” ante la menor discordancia sobre algún asunto de la agenda cotidiana.
Nosotros, que profesamos ideas criminales de lesa intelectualidad y atentatorias del “pensamiento petete”, al decir de Domingo Arcomano; que añoramos gobiernos populares con doctrina y estrategia, que cantamos odas a los santos anteriores al Concilio Vaticano II; que anacrónicamente reclamamos con vehemencia la soberanía argentina sobre las Falklands Islands; que pretendemos que los niños de la primaria aprendan a multiplicar y dividir y que los grandulones del secundario no vayan a fumarse un porro al baño del colegio; o que la campaña al desierto de Roca tuvo el mérito de duplicar nuestro territorio nacional, etc; tomábamos la adjetivación de “facho” como un digno pendón, sobre todo cuando provenían de esos intolerantes de la democracia liberal y de esos fanáticos de un progreso que nunca llega.
Ahora, estamos empezando a sospechar que otra conocida expresión, “neonazi”, está dejando poco a poco de ser aplicada hacia acomplejados muchachones que deciden suplir sus conflictos no resueltos durante la infancia vendiendo bijouterie con svásticas en simpáticos puestitos de las plazas porteñas, del mismo modo que podrían haber optado por la variante punk o heavy metal. No, ahora los integrantes de la lista negra del “neonazismo” pasarán a ser estos personajes de la vida pública argentina cuyo único común denominador con nosotros es que tampoco parecen ser tomados muy en serio por los argentinos de a pie.
Pero lo más interesante y enriquecedor, como dirían los que santifican la pluralidad y pontifican el debate de ideas que nunca dan, es analizar la también enumerativa lista de lo que nosotros damos en llamar “los nuevos neonazis” con sus intrincadas e inacabadas ramificaciones.
Lilita Carrió es una exponente del llamado neonazismo-destituyente, así proclamado por los oficialistas que patalean por sus denuncias de corrupción y por su verborragia tilingo-radical-cristiano-gandhiano-democrática que tanto la caracteriza.
El mismísimo Kirchner es el emblema del neo-nazismo-monto-patagónico, así razonado por curiosos columnistas domingueros y mitristas que lo ven como una continuación de la primera tiranía de Juan Manuel de Rosas, y cuya patrulla de las Waffen SSK son comandadas por un tal “Willy” Moreno que se hace el malo patoteando a los supermercadistas chinos para combatir la inflación en las góndolas y nunca a los Esquenazi, Werthein, Cristóbal López, Spolsky y demás porque, como dice Alberto Buela, ellos no forman parte de la nueva oligarquía sino de la burguesía nacional bolivariana.
El tan injustamente denostado Luis D´Elía, acusado de neo-nazi-piquetero-billetero-vivillo-criollo por el 97% de los matanceros que nunca lo votaron y que lo ven como un continuador de la sangrienta mazorca federal o de las celestiales barra-bravas de French y Beruti (porque ya sabemos que las patotas rosistas eran sangrientas y los barra-bravas mayistas eran valientes).
El bestsellerista Marcos Aguinis es un neo-nazi-sionista-caza-nazis, según acusación de la izquierda que siempre está presta a solidarizarse con el sufrimiento de los palestinos y no con el de los argentinos que padecemos a los izquierdistas que nos gobiernan.
También integra la ominosa lista la ex antidiscriminadora María José Libertino, neo-nazi-filo-travestista, quien es sospechada de comandar patrullas desprendidas de orgullosas marchas para escarmentar a los que todavía quieren perseverar en la heterosexualidad.
Por supuesto, la lista es mucho más larga y extensa, por tal motivo, dejamos a Felipe Pigna y a Sergio Kiernan la ardua tarea de seguir escarbando para descubrir a los nazis de ayer, a los neonazis de hoy y a los fachistas de siempre, que para eso les pagan al fin y al cabo.
Dice José Luis Muñoz Azpiri (h) que “Iniciar polémicas sobre este tema es pueril e inútil. No obstante, corresponde establecer que quien moteja de “fascista” a un rematador de su Patria no sabe lo que dice. Y a nadie honra el cultivo manifiesto de la ignorancia. Menos aún, a los que pregonaban ser, antes del posmodernismo, ‘hijos del siglo y la ilustración’” [ii]. Y no es que uno tenga la inclinación a tomarse todo en sorna y agregar en un capcioso y pretendidamente humorístico listado a personas tan disímiles, el problema es que la confusión conceptual y la degradación del lenguaje político es tan profunda en nuestra yagada patria, que a veces el antídoto del humor sarcástico es uno de los últimos refugios que todavía pueden encontrarse.
[i] Caponnetto, Antonio: “Los Críticos del Revisionismo Histórico”. Tomo I, Cap. 7 “Las acusaciones de nazismo” del Libro primero. “La crítica liberal a la historiografía revisionista”, pág. 65. Instituto Bibliográfico “Antonio Zinny”. Buenos Aires, 2006.
[ii] Muñoz Azpiri, José Luis (h): “Hacia nueva política cultural”, Blogspot “Cultura y Nación”.
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